Publicado el sábado 22 de mayo de 2010 en Entrevistas
(Entrevista realizada en marzo de 2004)
La Música de las Palabras y de los Recuerdos
Un pedazo de nuestra historia vive en Bolívar y 9 de Julio. Hace mas de setenta años que camina por esa casa, por esas veredas, por ese barrio y por toda la ciudad. Con el trabajo de sus años de adolescente se compró el bandoneón, un sueño surgido escuchando la radio con sus padres. Después aprendió a tocarlo, y cuando ya era una parte importante de su vida, se lo robaron una tarde en Bahía Blanca: “Trágico”, sintetiza Lalo, y dice que aún hoy lo siente. El bandoneón que tiene ahora nunca será lo mismo, y no sólo por ser de menor calidad.
Se llama Ronaldo Oscar, pero todos lo conocen por Lalo Actis Grosso. Y así son sus historias . Por ahí, parecidas a las historias de todos. Y de pronto, únicas y exclusivas. Como esta nota.
No es un caso frecuente el de don Lalo Actis Grosso. Desde el primer dato que nos tira, pasando por cada una de las cosas que cuenta y que vivió, hasta llegar a la actualidad, todo parece simple, pero es en esa simpleza donde se aloja la particularidad, el suceso especial, la mini-historia fuera de lo común. Por ejemplo, le preguntamos dónde y cuando nació. -“En el 30, y nací aquí mismo.” Señala el lugar donde está sentado, para agregar enseguida: “Tengo 74 años, y los viví a todos acá, en esta misma casa.”
Mas tarde, en otro momento de la charla de mas de una hora, supimos que su señora, Mabel Hernández, desde los cuatro años de vida vivió a 50 metros de allí, en lo que fue el Boliche de Durisotti, al otro lado de la vía; a los nueve se mudó a la esquina de 9 de Julio y Bolívar, a unos 25 metros, hasta que a los veinte se casó con Lalo, y ya no hubo distancia.
“Esta casa era de mis padres. Mi madre era de acá, de origen Vasco-frances, y mi padre nació en Bahía Blanca, vivió en Guaminí, y era de origen Piamontés, en el límite de Italia con Francia.” Lalo habla sin prisa, como dandole tiempo a los recuerdos, o como dandose tiempo para irlos disfrutando. Cada tanto busca la mirada de su esposa, como para chequear la veracidad de esos datos. Le preguntamos por su infancia, y llegamos en vía directa hasta Bull Dog: “Acá enfrente había un Remate Feria, una de las casas era Arrese-Masola. Los amigos eran los del barrio; los Flores, los Gómez, todos los que jugábamos en la canchita del ferrocarril, donde está la placita al lado de la estación. Después hicimos una mas grande del otro lado de los silos. Hasta que los picados se hicieron con más gente, y buscamos un terreno mas grande todavía. Se había ido la feria, y mi hermano Héctor dijo de pedir permiso para hacer ahí la cancha. Los terrenos eran todos del mismo dueño, y de hacer una canchita, pasamos a hacer una grande, de once jugadores. Y se empezaron a hacer partidos con Urdampilleta, con Henderson, con La Larga, Arboledas, Pirovano… los más cerca.” Y los recuerdos siguen apareciendo: “Nos dimos cuenta que nos hacía falta un vestuario, entonces le prestamos el galpón a Bull Dog. O sea -se ríe- que nos lo prestamos a nosotros mismos.” Es el galpón donde ensaya Peñi Huen. Y don Lalo jerarquiza ese detalle: “Allí pasaron jugadores conocidos, porque conseguimos algunos veteranos de Boca, de Huracán…”
BULL DOG, EL ORIGEN DE SU NOMBRE Y SUS COLORES
“Cuando estábamos en la placita de al lado de la estación, se organizó un campeonato de Baby Fútbol. Entonces armamos un cuadro, que fue el primero que llevó el nombre de Bull Dog. Eramos San Román, “Canducho” Gómez, yo, Rodolfo Flores, “Cacho” Flores, y mi hermano. Le habíamos pedido a Angel Martín un almacén de Ramos Generales, unos gorritos que tenía; primero nos dijo que no, pero le insistimos, con que le ibamos a hacer propaganda, que usted nos vendió los gorritos, y entonces los conseguimos. Eran amarillo y rojo, como unos tarros de pintura de una marca que se llamaba Bull Dog. Y así le pusimos al equipo. Después mandamos a hacer camisetas que combinaran con el gorro, que no lo usamos mucho tiempo, tampoco.” Aquel campeonato se jugó en una cancha ubicada frente a la plaza San Martín, en la esquina de Belgrano y Levalle. “Estaba la municipalidad, -aclara Lalo- pero no estaba ni lo de Hugo, ni lo de Felipe (González). Era la canchita de Básquet del Club Argentino.” Eso fue en el ‘40, varios años antes de la inauguración de Bull Dog como institución.
LOS TRABAJOS, LA MÚSICA, LA VIDA.
“Yo iba a la Escuela 1, que estaba en la cuadra de la Esso, en la Avenida Alsina,” y especifica “La escuela estaba a mitad de cuadra, y en la esquina, donde está Crespo, estaba el Semanario “La Palabra”. Después fui dos años a Del Valle, y como no me gustaba seguir estudiando, mi padre me dijo: -A trabajar se ha dicho. Entonces salí caminando derecho, y cuando llegué a la Esso, dije -Voy a pedir trabajo acá.- Era de Baldomero Díaz, el padre de Adrián y de Luis Díaz. Me preguntaron si sabía leer y escribir, y hacer cuentas. Ahí me encontré con un amigo, el Negro Córdoba. Yo tendría trece o catorce años.”
La llegada de su primer bandoneón a sus manos merece un relato pormenorizado, que Lalo encara así: “Mis padres escuchaban por radio una audición de tangos que había. Y tocaba un bandoneonista llamado Ciriaco Ortiz. Y a mi me llamaba la atención cómo tocaba, y lo escuchábamos todos los días. Y en la Esso trabajaba Juan Palanca, que después fue el primer presidente de Bull Dog; con él acordamos repartir las propinas y juntarlas. Mi sueldo era de 30 pesos por mes. Le lavábamos los autos al Dr. Barceló, al Dr. Romanazzi. Y cuando a fin de mes contábamos las propinas, eran casi tanto como el sueldo. Yo le había pedido a mi padre que me comprara un bandoneón, pero me dijo que no se podía. Pero llegó un momento en un año, que junté 200 pesos. Entonces un día con el negro le preguntamos a Modesto Rodríguez, que me averiguara por un bandoneón, porque con Mereco Calabrese viajaban a Buenos Aires en tren. Al viaje siguiente me dijo que había visto uno muy bueno, que valía 250 pesos. Le dije que lo traiga, y era bárbaro, todo varillado, nacarado, Doble A legítimo. De lo mejor. Después, como no sabía nada de música, fui acá cerca a lo de don Enrique Fornelli. Como dos años estuve estudiando. Y después que empecé a sacar piezas, apareció un muchacho de Urdampilleta, que me vio en algunas actuaciones que empezaba a hacer. Me dijo que precisaban un bandoneón, para unos carnavales; creo que fue en 1946. Cuando voy a ver al hombre, era José Fernando Juárez, el padre de Cacho y Chochi, que están acá en Deró. Con él ensayamos mucho, y con diez piezas secamos el primer baile de carnaval.” Con Juárez aprendió música, y las 150 piezas escritas por su profesor que Lalo guarda son, para él, “una reliquia, porque vos sabés lo que es escribir música manuscrita.”
La historia continúa con el paso de trabajar en la Esso, a Sánchez Bedatou. “Me ofrecieron un buen sueldo, y me fui a trabajar de carpintero. Estaba frente a la plaza, donde está Gullermino. Después, cuando estaba medio encarrilado ahí, cierra el negocio. En esos días me encuentro con Raúl García en Urdampilleta, y me dice que iban a precisar una persona para lijar, en la Siam. Estaban en Newbery y Maipú, donde ahora está la Bicicletería El Turco. Ahí estuve otros 11 años, hasta que no me precisaron más.”
Recuerda Lalo que “en esos días fui a pescar con el gordo Ormaechea, me invitó para levantarme el ánimo. Le pedimos permiso a don Roberto Perquins, y cuando nos ibamos lo fuimos a saludar y a agradecerle; pero nos dijo que no nos podíamos ir así nomás, y nos invitó a un café.” A esta altura del relato, Lalo se ríe, como cada tanto, y con comentarios mínimos se entiende con Mabel, como asombrados aún por el cambio de rumbo de que puede significar en una vida, un simple detalle, como el que está contando: “Estábamos tomando el café, cuando suena el teléfono, y atiende don Roberto. -¡Ola, Manso, como le va!, supongo que ya me arregló las bolsas que le mandé…¡Pero cómo va a estar tanto tiempo para arreglar veinte bolsas, es una barbaridad!- Quedó así, y cuando nos veníamos, Ormaechea me dijo que ahí tenía la solución: Comprale las máquinas de coser bolsas a la viuda de Córdoba. Era la madre de Juan Córdoba y de Peti; tenía dos máquinas, pero yo no sabía nada de bolsas. El gordo me seguía insistiendo, -que vas a ver que fácil, que es una tontera. Y me llevó derecho a lo de doña María. Asique me animé, y me las traje. La primera noche no dormí hasta que no pude hacerlas andar, porque primero se me había complicado, no andaban. Eran industriales, una para cerrar, cadenera, y una zurcidora. Y así empezamos en el salón, y llegamos a tener 5 mil bolsas para coser, porque se cosechaba todo en bolsas. Y sacaba un poco para vivir, y otro poco para aprovechar la otra mitad del salón que me quedaba, donde mi padre había tenido almacén de ramos generales, con surtidor y todo. Y pusimos la librería.” Cuando las cosechadoras automotrices y los changüitos mataron a las bolsas, la librería se hizo grande. “Las estanterías se fueron llenando de a poco”, comenta Lalo. Y es el momento de retroceder otra vez, para avanzar de nuevo y llegar hasta hoy.
LA FAMILIA
Lalo y Mabel se casaron en el ‘56, mientras él trabajaba en la Siam. “Estuvimos mucho tiempo sin conocernos, viviendo en frente,” cuentan entre los dos. Después llegaron las hijas, Viviana y María Isabel, y los nietos: Lalo enumera: Franco, 16 años, de Viviana. Y de María Isabel, tenemos a Nahuel, con 9 años, Mailén, que tiene 7, y la mas chiquita es Karén, que tiene 5. Ahora estamos tranquilos, pero cuando se juntan los cuatro… -Hace un gesto que insinúa líos y travesuras, pero la risa se tansforma en emoción profunda, y apenas alcanza a decir: “Para mí, son la vida.”
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