Serendipia.
Se trata de la ciencia inesperada, la que no estaba en el guión de sus propios descubridores, la que sigue sorprendiendo a los nietos y a los hijos de los que la gestaron. Por Pedro Gómez Romero.
Acceda al texto completo haciendo click en «Leer más…». Método, rigor, planificación, exactitud. Todos estos sustantivos pueden verse dignamente acompañados del adjetivo científico sin ningún reparo. Efectivamente, la investigación científica y el desarrollo tecnológico se asocian en nuestras mentes con proyectos cuidadosamente planificados, financiados, coordinados y llevados a cabo. Proyectos que, finalmente, desembocan en descubrimientos, productos, inventos o dispositivos que nos cambian la vida. Y algo de verdad hay en ese estereotipo.
Sin embargo, muy a menudo, los descubrimientos más significativos, los productos más útiles e incluso los materiales o inventos más revolucionarios se cuecen en cocinas insospechadas.
Abundan los ejemplos de descubrimientos que surgieron cuando un buen científico iba buscando otra cosa, descubrimientos revolucionarios originados quizá en situaciones accidentales en los que el azar quiso jugar un papel fundamental. Descubrimientos ya clásicos como la penicilina del Dr. Fleming, sembrada por accidente en un cultivo de laboratorio, o episodios legendarios como el de la manzana de Newton, que con su fortuita caída encendió las luces de la gravitación universal.
Pero hay también muchos otros ejemplos, ciertamente menos conocidos aunque igualmente significativos, numerosos casos de descubrimientos no pretendidos que configuran una historia de la ciencia inesperada que trasciende la anécdota y nos habla de pautas que deberíamos tener en cuenta si realmente nos interesa nuestro futuro como sociedad tecnológica.
¿Sabía usted que el invento de la pila eléctrica no tenía como objetivo la fabricación de un dispositivo de almacenamiento de energía?. ¿O que el proceso de vulcanización del caucho fue fruto de un accidente?. ¿Cuántos premios Nobel han tenido su origen en un error de síntesis?. Contestar a esta última y capciosa pregunta es imposible, aunque, si de muestra vale un botón, podríamos recordar que el Nobel de Química del año 2000 fue concedido a los químicos Sirakawa y McDiarmid y al físico Heeger, por el descubrimiento y aplicación de los polímeros conductores, y que su descubrimiento inicial del trans-poliacetileno que una vez dopado da lugar a un extraordinario plástico conductor de la electricidad tuvo lugar después de su síntesis por accidente, en una preparación en la que se había usado una cantidad excesiva de catalizador.
Si tan frecuentes son los descubrimientos accidentales en el campo científico, podríamos pensar que la ciencia avanza al ritmo que le marcan los golpes de la fortuna. Pero no sólo es cuestión de suerte. Es cierto que a menudo los descubrimientos más inesperados pasan accidentalmente por delante de las narices de los científicos, pero esas narices tienen que estar muy bien entrenadas para captar al vuelo las esencias del nuevo descubrimiento para después investigarlo a fondo. Además del azar, la sagacidad del investigador para extraer las oportunas conclusiones del accidente y su posterior perseverancia para reproducir resultados y analizarlos con rigor son características esenciales para que el descubrimiento acabe en los libros.
Esa peculiar mezcla de azar y sagacidad, tan fructífera en ciencia, tiene un
nombre peculiar. Se denomina serendipia, un neologismo que todavía no ha sido bendecido por la Real Academia y que procede, como no, del inglés, de la palabra serendipity, muy popular entre los científicos de todo el mundo e incluso popularizada recientemente en una película de Hollywood.
Origen de la palabra
¿De dónde procede exactamente? Había una vez un Reino exótico y oriental llamado Serendip cuya memoria se confunde con la imaginación. Los más viejos nos cuentan que existió; que estaba en una isla que muchos, muchos años después se llamó Ceilán y que hoy se conoce como Sri Lanka. A juzgar por la sonoridad de los nombres de algunas ciudades de esa isla, como Trincomalee o Jaffna, bien pudo ser así. O quizá Serendip siempre estuvo en Persia, el reino de los cuentos.
En el Reino de Serendip se contaban muchas y maravillosas historias pero el azar quiso que sólo llegáramos a conocer una. Se trata de la historia de los tres príncipes de Serendip, individuos privilegiados no sólo por su noble ascendencia sino además por el don del descubrimiento fortuito. Cuenta la historia que estos tres personajes encontraban, sin buscarla, la respuesta a problemas que no se habían planteado; que, gracias a su capacidad de observación y a su sagacidad, descubrían incidentalmente la solución a dilemas impensados.
Tan peculiar debió parecerle este don a un anónimo testigo que decidió inmortalizarlo escribiendo el anónimo relato que llevó por título, en inglés, «The Three Princes of Serendip».
Mucha, mucha gente leyó ese libro a lo largo de los años. Pero cuando lo leyó el señor Horace Walpole en el siglo XVIII algo cambió. A Walpole el don de los tres príncipes también debió de parecerle sublime, si bien difícil de explicar, y se inventó al efecto una expresiva palabreja: «serendipity», una palabra que, dado que el señor Walpole era inglés, tuvo su primera oportunidad de repetirse y crecer en el mundo anglosajón.
El género epistolar es bien conocido como instrumento de declaraciones amorosas; pero, si no acaban en la hoguera y superan el paso de las décadas, las cartas son también una fuente valiosísima de información histórica. Y la carta que el señor Walpole escribió a su tocayo sir Horace Mann el 28 de enero de 1754 es una de esas que hacen historia. No Historia de la guerra ni de los imperios, no historia de espías o conspiraciones, sino historia de la palabra. En esa carta, Horace Walpole hablaba de su reciente creación, de la palabra serendipity y de su riqueza expresiva. Leamos…
«… este descubrimiento es del tipo que yo llamo serendipia, una palabra muy expresiva que voy a intentar explicarle, ya que no tengo nada mejor que hacer: la comprenderá mejor con su origen que con definiciones. Leí en una ocasión un cuentecillo titulado «Los tres príncipes de Seréndip»: en él sus altezas realizaban continuos descubrimientos en sus viajes, descubrimientos por accidente y sagacidad de cosas que en principio no buscaban: por ejemplo, uno de ellos descubría que una mula ciega del ojo derecho recorría últimamente el mismo camino porque la hierba estaba más raída por el lado izquierdo-¿comprende ahora la serendipia? «
La palabra «serendipity» se encuentra hoy en los diccionarios de inglés y su
noción se ajusta muy bien a numerosos casos de descubrimientos científicos, que se producen «por casualidad», que se encuentran sin buscarlos, pero que no se habrían llegado a realizar de no ser por una visión sagaz, atenta a lo inesperado y nada indulgente con lo aparentemente inexplicable.
No existe traducción al español de esta peculiar palabra. El traductor del libro «Serendipity. Accidental Discoveries in Science» de Royston M. Roberts (John Wiley & Sons, 1989) se vio en un verdadero aprieto ante la perspectiva de traducir serendipity como «condición del descubrimiento que se realiza gracias a una combinación de accidente y sagacidad». Su propuesta de introducir la palabra «serendipia» como un neologismo parece absolutamente razonable pero tendrá que superar las pruebas de los doctores de la lengua antes de encontrar su bendición institucional.
«Y eso… ¿para qué sirve?»
Pero la ciencia inesperada no se limita a casos de descubrimientos serendípicos. A lo largo de la historia de la ciencia se han dado, y se siguen dando, muchos otros casos de descubrimientos que no son accidentales, pero cuyos efectos de mayor trascendencia no son en absoluto evidentes ni pretendidos cuando se realizan. En el momento de su nacimiento, los descubrimientos de este tipo suelen pasar desapercibidos para una abrumadora mayoría de gente, o, en todo caso, provocar comentarios del tipo «Y eso… ¿para qué sirve?»
Siguiendo con los botones de muestra podríamos recordar el caso del inglés William Grove, (en la imagen) jurista de profesión y físico de vocación que en 1839 hizo público un experimento con el que demostraba la posibilidad de generar corriente eléctrica a partir de la reacción electroquímica entre hidrógeno y oxígeno. Su original diseño consistía en unir en serie cuatro celdas electroquímicas, cada una de las cuales estaba compuesta por un electrodo con hidrógeno y otro con oxígeno, separados por una disolución electrolítica.
Grove comprobó que la reacción de oxidación del hidrógeno en el electrodo negativo combinada con la de reducción del oxígeno en el electrodo positivo generaba una corriente eléctrica. Esa corriente eléctrica se podía usar a su vez para generar hidrógeno y oxígeno, aunque debido a las limitaciones de la termodinámica, siempre en menores cantidades que las usadas para generar dicha corriente. Pero además el primitivo diseño de Grove estaba poco optimizado y en sus experimentos un cierto volumen de hidrógeno producía electricidad escasamente suficiente para generar a su vez la cuarta parte de dicho volumen del mismo gas.
Seguro que podemos adivinar los sarcásticos comentarios de los pragmáticos de la época. ¡Valiente negocio!, emplear cuatro volúmenes de gases para generar electricidad que genera un solo volumen. ¡Menuda pérdida de tiempo!. Sin embargo, Grove, que acabaría siendo nombrado Sir, no buscaba aplicaciones, sólo conocimiento científico. Ni él ni nadie podía saber que estaba sembrando de conocimiento el terreno en el que crecerían, más de un siglo después, las pilas de combustible. El experimento de Grove mostró el principio fundamental de su funcionamiento. Mostró la esencia y el camino. La esencia, la interconvertibilidad entre la energía química de un combustible y la energía eléctrica; el camino, la posibilidad de convertir esa energía directamente en electricidad sin pasar por un proceso intermedio de combustión.
Los brotes de ciencia inesperada son tan comunes hoy como ayer. Si acaso quizá más en nuestros días, ya que la investigación científica es hoy una actividad más extendida. A buen seguro se está dando ahora mismo algún caso en algún lugar del mundo.
Los descubrimientos serendípicos y los episodios de ciencia inesperada son
un encantador recordatorio de que aunque la ciencia intenta y consigue trascender los límites humanos y llega a establecer principios universales, el conocimiento científico lo construimos los humanos, armados con nuestros cerebros, inmersos en nuestra sociedad y nuestra cultura. Una dualidad peculiar, empresa humana/conocimiento universal, característica de la ciencia, que lejos de restarle atractivo la hace especialmente apasionante como herramienta y objeto de estudio al mismo tiempo.
Y objeto de reflexión debería ser la presencia recurrente en nuestra historia de la ciencia inesperada, floreciendo siempre sorprendente y fresca, a menudo en campos marchitos de ciencia oficial. En tiempos en los que el conocimiento sin aplicación no es una prioridad entre nuestros dirigentes, en los que los mercados parecen ser las únicas brújulas dominantes para la orientación de nuestros limitados recursos dedicados a investigación, convendría no olvidar la lección que nos brindan los episodios de ciencia inesperada. Episodios que nos devuelven la esperanza en la creatividad humana, en el esfuerzo personal y en la promesa de futuro que supone para nuestra sociedad contar con mentes jóvenes, abiertas a nuevas ideas en un mundo con incontables caminos por trazar.
Para terminar, citamos a continuación algunos casos de descubrimientos serendípicos, que resultan verdaderamente ilustrativos de la forma en que avanza nuestro conocimiento y evoluciona nuestra civilización:
Principio de Arquímedes
Cuenta la leyenda que lo concibió mientras se bañaba, al apreciar que su cuerpo iba pesando menos a medida que se sumergía y hacía rebosar el agua del baño. Tan grande fue su entusiasmo al darse cuenta de que el volumen de agua desplazado era el mismo que el de su cuerpo sumergido que salió corriendo desnudo de los baños gritando «Eureka» (Lo encontré).
El salto de la pata de rana
«Había diseccionado y preparado una rana del modo habitual y mientras atendía otro asunto la dejé extendida en una mesa sobre la que había una máquina eléctrica pero a una considerable distancia de la misma. Cuando una de las personas presentes tocó ligeramente por accidente los nervios de la rana con la punta de un escalpelo, todos los músculos de sus patas se contrajeron una y otra vez, como afectados por intensos calambres»
Así describía Galvani su primera observación absolutamente accidental de lo que el llamaba «electricidad animal». En lugar de olvidar el incidente no paró hasta reproducirlo. Los experimentos de Galvani ayudaron a establecer las bases del estudio biológico de la neurofisiología y la neurología. El cambio de paradigma en este campo fue radical: los nervios no eran canales con fluidos como la mente de Descartes había concebido tiempo atrás, sino conductores eléctricos. La información dentro del sistema nervioso se transportaba mediante la electricidad generada directamente por el tejido orgánico.
La primera pila eléctrica
La diseñó Alessandro Volta en 1800 a raíz de las observaciones serendípicas de Galvani, demostrando que la génesis de la electricidad se debía a la conexión de dos metales dispares a través de una disolución electrolítica.
Pegajoso ma «non tropo»
No sólo grandes descubrimientos científicos, sino también pequeñas (aunque muy rentables) contribuciones tecnológicas tienen raíces serendípicas. Por ejemplo, el adhesivo empleado en las notas autoadhesivas de tipo «Post-It» no era lo que sus descubridores estaban buscando. Les salió mal y como pegamento era un desastre. Sin embargo una sagaz reevaluación posterior lo sacó del cajón de los fracasos inconfesables para (después de un cierto proceso de optimización) encumbrarlo en los altares de las más rentables innovaciones.
Texto síntesis de dos artículos publicados en http://www.cienciateca.com/
Autores: Alex Fernández Muerza y Alex Dantart
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