Publicado el sábado 22 de mayo de 2010 en Noticias Generales
La Comisión Directiva de la Biblioteca Municipal «José de San Martín» se encuentra preparando la reedición del libro «Las Memorias de un Hombre del Campo», escrito y publicado por Pablo Guglieri en 1913, en el que cuenta, en primera persona, los recuerdos de su infancia y juventud en la Italia natal, su llegada a Argentina y sus logros en sus primeros treinta años de permanencia en éste país, especialmente los acontecimientos que desembocaron en la fundación y autonomía de Daireaux. A la publicación original, que se edita por primera vez en nuestra localidad, se le han añadido un nuevo prólogo, un apéndice biográfico y valioso material fotográfico. Gentileza de la Comisión Directiva de la Biblioteca, adelantamos, en exclusiva, el capítulo XII de la autobiografía de Pablo Guglieri.
Capítulo XII
La población del nuevo pueblo iba aumentando sensiblemente. Aumentaban por consiguiente, día por día, las necesidades de la vida común, y entre los problemas más graves se imponía el de la escuela. Habían en el pueblo, entre todas familias, alrededor de ochenta niños en grado de aprender ya algo, aunque fueran los primeros elementos del saber. Pero admitiendo que la instrucción de los colonos no fuese lo implacable que era, había que excluir en modo ab- soluto la posibilidad que los padres educasen a sus hijos, absorbidos como estaban en su dura tarea, des- de la madrugada hasta el anochecer.
En los países de vasto y rápido desarrollo agrícola, como la Argentina, uno de los más arduos problemas es el de la instrucción. Se comprende fácilmente como los pueblos apartados de los grandes centros poblados carezcan de instituciones educativas, cuando se reflexione que la dominación del “pueblo” es por lo general muy vaga y abusiva, dándosela muchas veces a un conjunto de habitantes desparramadas en la vastedad de la campiña, distantes uno de otro varios kilómetros y a veces varias leguas.
Empero, hay que reconocer, a todo elogio de la argentina, que la organización de la escuela primaria, en las grandes ciudades y en las medianas, es perfecta, y que se esfuerza de alcanzar cuanto más puede las poblaciones diseminadas en la campaña.
Si a veces no logra con su intento, la culpa es de la vastedad del territorio, de la falta de medios de comunicación y de la excesiva distancia que media entre un pueblo y otro, entre casa y casa. No le sería posible a un maestro ir en las distintas chacras para instruir a los habitantes, ni estos podrían reunirse en un punto determinado, a donde hubiese la escuela.
Pero cuando hay agrupaciones y los niños puedan concurrir a un punto fijo, la instrucción viene impartida y el gobierno se presta de buena gana a difundirla. También por el hecho que desde Rivadavia hasta nuestros días, todos los grandes pensadores argentinos han enseñado al pueblo que el secreto del adelanto de la República está precisamente confiado a la escuela. Y no se debe olvidar que Faustino Sarmiento, uno de los más fecundos y profundos agitadores de ideas en Argentina, y al mismo tiempo uno de sus más enérgicos hombres de estado, antes de ser periodista, diputado y presidente de la República, había sido maestro elemental: más bien se pudiera decir que en todas las fases de su vida Sarmiento quedó, sobre todo, un maestro.
Pues bien, el pueblo se agrandaba, las familias aumentaban, y por consiguiente aumentaban los chi- cos, y había que pensar en la escuela.
Hice demanda al Consejo Nacional de Educación, que mandó allá a un inspector. Comprendió éste la necesidad de dar una escuela a la villa, pero nos hizo notar las graves dificultades que se imponían por falta de un edificio apropiado. El estado, seguramente, no habría dejado de interesarse; más no se debía contar que el problema se resolvería con toda la urgencia deseable. Si, por contrario, hubiese el edificio…
Entonces prometí al inspector que el edificio se levantaría cuanto antes. Y, en efecto, abrí una suscripción a la que adhirieron, quien más quien menos, todos los propietarios más holgados. Lo restante lo puse yo, y en poco tiempo se hizo construir el edificio escolar, regalándoselo al Consejo de Educación, el cual, de su parte, envió una maestra. De ese modo fue iniciado en el pueblo el más importante entre los servicios públicos, del cual las naciones esperan mayores ventajas para el porvenir.
Tanto más gustoso he prestado siempre mi ayuda al desarrollo de la escuela, en cuanto me acordaba de mi infancia, de la deficiente instrucción recibida, del sacrificio que debía hacer para ir de mi pueblo a otro, adonde había ese algo al que llamábamos escuela; en cuanto más pensaba que habiendo tenido la suerte de nacer dotado de mucha energía y de una inteligencia ágil y asimiladora, hubiera podido hacer quizás cosas más importantes de las hechas, habiéndome encontrado frente a las luchas de la vida con el arma poderosa de la cultura; y el poco bueno que puede haber dejado y podrá dejar tras de sí mi existencia, hubiera sido indudablemente superior.
La escuela fue, pues, un hecho con mucha satisfacción mía y de toda la población trabajadora: nuestros hijos tuvieron a un maestro, y en las casas colónicas empezaron a aparecer los silabarios. La marcha hacia la civilización había resueltamente principiado, porque se encaminan a ella todos los países que sepan unir el arado con el alfabeto.
Unirlos y honrarlos.
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